Preguntas en el estado de creación

La obra de Silvio Fischbein habla en multitud de lenguas. Las palabras y sus grafismos protagonizan algunas piezas en idiomas de todo el orbe, pero también son políglotas sus piezas de arte textil y los collages 3D que arma con juguetes de cotillón o con cerámica. El artista está compenetrado en su labor, pensando en la forma, el color, la composición, pero no en el guión argumental: la obra habla en el lenguaje en que el espectador quiera entenderla. Por eso, es universal.

La composición, el color, pero también la trama y la textura son los elementos principales en sus trabajos. Hay una manera de pintar sin gesto, sin pincel, a través de la disposición de los elementos que Fischbein atesora y ordena. Las manos se le van hacia el material. Habla y en sus dedos se mueven dos pulseritas de cuentas acrílicas,  con ese sonido de piezas en movimiento, un tintineo alegre y ligero. El mismo con que resuenan en su paleta las piezas plásticas, brillantes, livianas: la baratija deslumbrante por la que cualquier chico se tira al piso cuando estalla una piñata en un estruendo feliz. En su elección de insumos goza de una libertad sin miramientos.

Disfruta el hacer. En sus entretejidos, en su laboriosa configuración, en la cuidada terminación, en la paciente espera de toda obra, ahí está su expresión. En el amor con que junta, clasifica y dispone, recorta y fija, protege, enmarca. Cuida. Sabe cuidar. Y así, con acumulaciones de diminutas figuras escogidas, Fischbein ha delineado un lenguaje con el que habla en su propio estilo. Su obra es reconocible y claramente suya. Es el resultado de sus constantes preguntas más que de certezas. Pinta ensayos de respuestas, incorporando objetos, que no son otra cosa que colores, donde la geometría contiene y ordena.

Cada uno tiene una mirada irreductible. La recepción, la percepción, es única, en un determinado lugar y tiempo. En mi interior sus obras resuenan como composiciones rítmicas, y un poco abismales: Fischbein retrata algo de la multitud anónima que somos todos en esta era. Una masa de seres insignificantes, un poco solos, en la marea virtual de relaciones que se tejen en las redes. Como sus personajes, todos estamos desnudos y desamparados en esta maquinaria.

Fischbein no habla de inspiración sino de estado de creación: una condición que nunca se extingue, que lo mantiene alerta las 24 horas. Cada obra es resultado de un proceso creativo siempre en movimiento. Este libro reúne su obra primera, textiles y cerámicas –líticas pero a la vez orgánicas– con las más recientes configuraciones de bebitos de juguete y las torres de cubos de papel de diario de todo el mundo. Han pasado décadas, pero las une una cuestión celular transformada en textura. Y esa convicción que impregna sus producciones: todos somos iguales.

Otra clave quizá sea aquella frase primigenia que escribió su maestro Batlle Planas para el catálogo de una de sus primeras exposiciones, en la galería Rubbers, a los 16 años: Cuando las tetas de Cleopatra aparecieron en tu ventana yo me sentí desposeída, hijo mío. Sólo recuerda esa línea, que fue la que hizo espantar a sus padres. Y aunque lo intenta, lo añora, no puede recordar más. No pudo conservar el texto, porque cuando le pidió al maestro cortar esa línea, Batlle le sacó de las manos el artículo, enojadísimo. “Toda mi obra está inspirada en ese texto”, dice hoy Fischbein.

Silvio creció rápido, apurado por unos padres que eran hijos de inmigrantes rusos y que veían en sus rápidos progresos garantías de futuro. A los 15 ya había terminado el secundario y se anotaba en Arquitectura, porque ser artista no era –para ellos– una profesión posible. La plástica lo acompaña desde siempre. La vida lo siguió llevando por dos cauces paralelos: el formal, donde se desenvuelve como arquitecto, cineasta, profesor fundamental en la Universidad de Buenos Aires, fundador de una carrera, presidente de asociaciones y director de entidades culturales; y el taller, donde respira otro aire y se entrega al hacer. Quizá ahí se reencuentra con esa anhelada caja de soldaditos que desapareció un día, cuando era muy pronto, a los 15 años, porque se fue haciendo hombre sin poder mirar atrás. Otra vez, el tintineo de pequeños juguetes moviéndose en sus manos para configurar un mundo y, así, hallar respuestas.

María Paula Zacharías – Octubre 2019