La realidad desacomodada
Silvio Fischbein inscribe su práctica dentro de los cuestionamientos y las reflexiones propias del arte contemporáneo. Por este motivo, pensar un texto articulado con su obra nos lleva a indagar en su trayectoria las evidencias de esta afirmación.
No es una novedad que vivimos un presente en el que la incertidumbre ocupa un lugar de relevancia y donde quedan aún por comprender muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo. Así, existe por ejemplo consenso en pensar que en la idea misma de “arte contemporáneo” subyacen las de des-limitación de lenguajes, ambigüedad de sentidos, deslegitimación del valor aurático de la obra o disolución de la función placentera de la experiencia estética, por mencionar tan solo algunas señas propias de la escena actual. Lo cierto también es que estamos muy lejos de aquellas concepciones que se apoyaban en postulados certeros, capaces de abarcar todas sus formulaciones mediante paradigmas reguladores. Y, sobre todo, estamos persuadidos de que ha pasado mucho tiempo desde que la idea de arte se desvinculó de la noción de belleza y de la singularidad que ésta le garantizaba.
Anclados ahora en la necesidad de redefiniciones permanentes de términos que desdibujan las especificidades del arte, nos encontramos inmersos en un flujo de ideas, muchas veces provisorias, a las que Rancière llama “régimen estético del arte” que habilita nuevas maneras para comprender qué probabilidades quedan allí donde parecieran disolverse las categorías internas del arte (Rancière: 2013). Allí radica, según el filósofo, la posibilidad de pensar la percepción, la sensación y la interpretación como recursos para integrar el mundo prosaico de lo cotidiano a la esfera del arte, redefiniéndose en ésta y diluyendo las fronteras que separaban las artes de la experiencia sensible del mundo. Y es precisamente en el reconocimiento del protagonismo que adquieren los objetos más banales e insignificantes de la vida cotidiana donde encontramos un punto de apoyo para pensar la obra de Silvio Fischbein. El objeto y su manipulación como recurso para ser pensado como arte regula, en sus múltiples formas, cada una de las exploraciones donde el artista conduce al espectador a una actividad lúdica aunque no necesariamente inocente. En los territorios por donde circulan estas exploraciones se reitera como leit motiv un inquietante juego de polaridades en estado de perpetua tensión. Así, lo inocente y lo siniestro, lo utilitario y lo inútil, el orden y el caos, el límite y el desborde, lo previsible y lo aleatorio, lo próximo y lo distante conviven en una narrativa que expresa la relación del artista con el entorno haciendo evidente su adscripción a los procesos del arte actual.
Ya en los trabajos de comienzos del 2000 advertimos la irrupción de objetos derivados en su mayor parte de la producción industrial en serie y que evidencian los contextos urbanos y consumistas de su origen. Organizado a veces sobre la base de un orden geométrico, una multitud de pequeños juguetes de cotillón en colores vibrantes, donde dominan el amarillo, rosa, verde, blanco o celeste, se entrelazan rizomáticamente en texturas que podrían expandirse al infinito, de no ser por los marcos o cajas que los contienen y les niegan la posibilidad de dispersión. Aquí encontramos variantes en el juego de las combinaciones. Si en algunas obras el caos domina la composición, ya mediante el agobio que suponen los libros que oprimen los minúsculos juguetes, ya por su atornillamiento al plano de madera que les sirve de soporte, en otras es el orden el que define la imagen sobre la base de su disciplinamiento a una composición ortogonal.
Al mismo tiempo, proximidad y distanciamiento podrían ser entendidos como dos vectores que orientan las estrategias representativas de Silvio Fischbein en su manipulación del objeto frente a la realidad. En el primer caso, la proximidad queda establecida por la familiaridad que existe entre los espectadores y el tipo de objetos que el artista selecciona. Como dijimos, a veces se trata de muñequitos de cotillón, otras, de los tan consumidos kinder/sorpresa, tornillos, registros fílmicos o fotográficos, tubos de pintura, ruleros, objetos de uso cotidiano que configuran una suerte de “gabinete de curiosidades” propio del espíritu del coleccionismo obsesivo, donde conviven elementos que podemos ver en una ferretería, en un kiosco o en el baúl de una habitación infantil, lo que facilita una relación cómplice entre la obra y su público. En paralelo, la descontextualización de estos objetos de su ambiente ordinario y su inédita inclusión en la esfera de lo artístico genera una sensación de sorpresa y extrañamiento que problematiza su sentido primario. Se trata de una nueva lógica de lo cotidiano que estimula una relación entre el arte y la vida donde no es difícil deducir su derivación de las prácticas dadaístas que valoraban el libre vínculo del hombre con objetos de la vida doméstica.
Particularmente inquietante resulta el modo como Fischbein utiliza los bebés de cotillón. Su obsesiva presencia por multiplicación de su uso deja abierta la posibilidad de entenderla como alusión a la masificación del sujeto en su estado primario y más vulnerable, inmerso en aglomeraciones urbanas que lo condenan a un anonimato alienante. Esto lleva a la disolución de la subjetividad, a un estado de angustia, donde queda arrinconado e irreconocible, en un estado de extrañeza de sí mismo, sin contexto y sin historia. En muchas de sus obras podemos advertir esta situación: cajas donde se acumulan de modo aleatorio decenas de muñequitos de cotillón que, al mismo tiempo y debido al color rosa y celeste que les es propio y al candor que pueden suponer por su condición prematura e inocente, son más siniestros todavía. Esto aumenta el grado de tensión hasta hacerla casi intolerable.
Ya entonces identificamos también el interés por la trama, un recurso articulador del relato basado en la organización de pequeñas unidades de lenguaje dentro de un conjunto mayor. En una trama urdida muchas veces con alambre, cada pieza se integra en una estructura mayor que le da sentido estético y narrativo.
Esta estrategia será retomada en obras más recientes en las que vuelve al punto de partida desde un nuevo contexto de enunciación. Sobre este aspecto volveremos más adelante.
En cualquiera de estos recursos Fischbein apela a la estética de la acumulación, deudora de las poéticas de los nuevos realismos de fines de los 50 y ya advertida en otros textos sobre el artista. De este modo, se evidencian sus obsesivos ensamblajes donde la presencia multiplicada de objetos genera una sensación de horror vacui que el artista pareciera querer neutralizar con el uso del color diversificado en una paleta de amplio espectro, así como en la atención puesta en la cualidad de los materiales en sus posibilidades de brillo, textura o transparencias. Esta solución cobra nuevas posibilidades a medida que Fischbein reorienta sus indagaciones.
En la serie que titula “Fragmentos urbanos”, entre el 2010 y el 2011, lo encontramos ensayando cartografías insólitas estructuradas en planos de color. Sobre éstos aplica objetos que organiza de un modo predeterminado y que apelan al efecto acumulativo propio de las sociedades de masas. No es precisamente caos lo que advertimos en esta serie sino, más bien, una conciliación de nociones que podrían resultar antagónicas. Por un lado se advierte una cuidadosa búsqueda formal y estética que podría resultar simplemente seductora si no fuera porque al mismo tiempo, Fischbein propone una indagación en el orden de lo político asumiendo una crítica respecto de las aglomeraciones urbanas. Aparece ahora la relación entre lo natural y lo artificial cifrada en esos amplios espacios verdes conjugados con agobiantes aglomeraciones de individuos despojados de toda humanidad. Al mismo tiempo, a la apariencia de hedonismo light que podría leerse en el candor de los muñequitos de plástico, el artista responde con el gesto irónico de subvertir esta lectura desde sus propios lenguajes y procedimientos; de este modo, estos juguetitos de cotillón amontonados y atrapados en esos campos estridentes de color actúan como metáfora de alienación en una sociedad degradada por una frivolización de corte estetizante. Pero también habilita la posibilidad de pensarlos como flujo de migrantes en perpetuo estado de desarraigo.
Por otro lado, en las obras que reagrupa bajo el título “La celebración”, serie realizada en el 2011, el artista procede mediante un impulso vitalista que lo lleva a acentuar la función de la luz y las propiedades de la resina epoxi que le permite resaltar el protagonismo de su paleta. En este sentido, esta serie aporta a sus obras una mayor dimensión pictórica al expandir, mediante fuentes lumínicas, la proyección del color más allá de las formas sobre el espacio en las que éstas se emplazan, liberando de este modo la energía potencial del pigmento y propiciando una atmósfera de intensa carga poética.
Asimismo, deja de lado tanto el marco que encerraba sus piezas cuanto el concepto ortogonal que regía sus composiciones. Preservando el carácter lúdico de su práctica, el artista organiza estructuras de formas más libres y azarosas. Así, acentúa la experimentación de lo aleatorio con el uso de materiales que, como el plexiglás, lo llevan a acentuar esas transparencias que ya estaban en obras anteriores. Aquí, ciertos rigores de composiciones más reguladas cede el paso a mayores experimentaciones con forma. Estas exploraciones lo llevan también a probar otras soluciones en relación al punto de vista del espectador. No sólo se diluye el marco sino también la idea muro como soporte. La decisión de abandonar el plano del muro para optar por emplazamientos que pueden ser también plataformas induce a ampliar los puntos de vista expandiendo el universo perceptivo del espectador y propiciando mayor protagonismo en su actividad receptiva.
Entre 2009 y 2012 el artista se aboca a una nueva serie, “De la vida cotidiana”. Durante ese período se van potenciando los recursos antes mencionados al tiempo que aparecen otros. Así, ya no existe el plano, ni regular ni irregular. Es el propio objeto emancipado del soporte y habitado por antiguas presencias (el cotillón, por ejemplo) nuevamente manipuladas para mantener al espectador, con ironía, crueldad o ternura en permanente estado de sorpresa.
Contradiciendo su función específica, los muebles exhiben su inutilidad para representar ahora un mundo de pesadilla. De cajones iridiscentes se apresuran por salir grotescos muñequitos de plástico mientras unas extrañas escobas de Guinea quedan trágicamente atrapadas en la resina epoxi. A su tiempo, como en las obsesiones oníricas de Lewis Carroll, los objetos pierden la escala que el mundo racional les adjudica. Y entonces, renovando las estrategias de la acumulación, viejas maletas, sillas, puertas, ventanas o teclados de piano, van asumiendo apariencia extraña y amenazadora ante la intrusión de clavos, muñecos, camisas inmovilizadas por el pigmento y el epoxi. Instalar lo cotidiano ordinario en el ámbito de lo extra-ordinario pareciera ser el fundamento último en el sentido de esta serie.
Desde el 2013 a la actualidad, el artista se enfrenta a nuevos desafíos que resuelve en “Multitudes”, su última serie. Aquí, el tema de la trama al que hemos referido de manera fugaz en párrafos precedentes reaparece en trabajos de gran formato. Obra modular de dimensiones variables, consiste en una estructura para emplazar en el suelo, organizada en base a 24 módulos de plástico procedentes de materiales para parques y jardines. Su tamaño puede alcanzar unos doce metros cuadrados y asume la forma de gran tapete en el que el espectador puede transitar libremente. Si no fuera porque en el interior de cada módulo se acumulan, una vez más, los recurrentes muñequitos de cotillón dispuestos al sacrificio de su destrucción, la trama que organiza la secuencia modular genera el amable aspecto de una simple textura coloreada. Una vez más, la tensión regula el concepto de la obra.
Por su parte, sobre el soporte de bastidores de gran formato, Fischbein avanza con nuevas estructuras de carácter monumental donde la trama se resuelve ahora mediante la técnica del tejido. Apelando al recurso del montajista, tal como se procede en el universo de cine aunque muy lejos de cualquier procedimiento tecnológico, el artista se aboca al artesanal, meticuloso y ancestral oficio del tejedor. El tejido a mano lleva implícito un tiempo que es el tiempo reflexivo del pensamiento. Oficio íntimo y doméstico pero al que Fischbein magnifica ampliando al extremo su tamaño, como si quisiera monumentalizar ese grado de humanidad extrema que es el quehacer manual. Tal vez sea una estrategia más para rescatar al hombre de las multitudes diluidas en la incertidumbre del tiempo actual.
Finalmente, entendemos que las exploraciones de Silvio Fischbein responden a un impulso por desacomodar las certidumbres y en ese impulso es más importante el acto mismo que su resultado, porque ese acto, como el de los niños, es infinitamente misterioso, infinitamente deseable.
Rancière, Jacques (2013), Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte, traducción de Horacio Pons, Buenos Aires, Manantial.
Malena Babino – 2015